domingo, 24 de noviembre de 2013

MUCHAS FELICIDADES, JOSECHU

Te miraba hacia arriba con mis ojos grandes y curiosos el día que te conocí. Cuentas que cuando era un bebé me preparabas biberones y me cambiabas de pañal, pero en mi memoria apareciste tres años después. Tú tendrías unos veinte:

Estaba llorando en Manzanedo porque no me dejaban llevar el vestido rosa al que le faltaban los botones, cuando aquella tarde de verano me dejaron a tu cargo. Anudaste decidido el lazo 
arrugado a mi cintura y con la espalda descubierta salí tan contenta a la calle.
Cuando a los cuatro añitos tu hermano mayor te saca de paseo luciendo vestido rosa y sandalias plateadas, una ráfaga de orgullo fresco te alborota todo el pelo.

Cada noche me arropabas en el palacio de cristal de mi cuento favorito y por las mañanas me desperezaba con la feliz certeza de que seguías estando allí, pues toda la casa sonaba a Bach. 

¿Por qué no te quedaste para siempre?

Quien asiste a una exhibición de amor, aprende pronto a amar también. A tu lado amé la música, el ballet clásico, los animales. 


Me iniciaste en los pequeños placeres de la vida. Saltar olas, revolcarme en ellas, oír la espuma del mar crepitando alrededor, coronar de algas mi cabeza, chupar la sal de mis trenzas mojadas y rebozar mi cuerpo en la arena templada al sol. Improvisar un disfraz de abuela con un gorro viejo y un mandil, dibujar sonrisas de canela, adivinar las figuras en el friso de una cueva, coger moras en septiembre hasta teñir mis manos de añil, caerme de sueño en tus brazos… pero desapareciste. Tú a Santander, yo a Madrid. 
Durante años tuve que alimentarme de aquella reserva afectiva.

Permanecía impaciente junto a mamá esperando turno para hablar contigo cuando llamabas desde el colegio mayor.

–Es una conferencia, –decía–. Y había que estarse muy callada.
Yo tenía preparada mi eterna pregunta: "¿Cuándo vas a venir?", y si mamá colgaba sin haberme pasado el teléfono, me encerraba en mi habitación, mi mundo invernal.

Me acostumbré a quererte de lejos confiando en que acudirías a mis señales de humo. No hizo falta. Te anticipabas.


Un consejo, dos y tres. Montones de recetas médicas, otras tantas de cocina, recordatorios a mamá para que me lleve al dentista, giros postales de emergencia, dinero en mano, aquella pelliza beige para no pasar más frío, los agujeros en mis orejas, mis primeros pendientes, mis primeros patines de hierro que ensordecían a todo el barrio, mi primer sujetador, planes y horarios de estudio, tus partituras, la voz que me apacigua cuando te llamo alterada, tu brazo dispuesto a acompañarme hasta el altar, tu mano firme en una fría sala de partos donde creíste que se iba a desmayar la mía cuando aquello se complicó... Trances que precisan de banda sonora en mi bemol menor.

El tiempo pasa y las escenas rectifican, pero tú permaneces joven, siempre a disposición del más débil, mordiéndote acaso la reprimenda. Sigues siendo aquel flautista capaz de hechizar a los niños con su melodía de azúcar. 

Una madrugada de sábado nos compartes la habanera que te acaba de hacer sentir morriña y algunos la escucharemos con la nostalgia de quien vuelve por un instante a un ayer descolorido y remoto que resulta tan familiar. 

Por los viejos tiempos, Josechu. Por continuar celebrando juntos y por que sigas siendo así.


He disfrutado escribiéndote, me ha vuelto a acercar a ti. Y al recordar cómo eras, hoy reparo en algo curioso: desde que te conocí sé que habré crecido mucho pero, a pesar de ser más alta, no sólo te sigo mirando hacia arriba... 


tengo que levantar la cabeza aún más.


YouTube Santander la Marinera

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