Ayer me quedé afónica. Muy afónica.
No tuve que ir a trabajar, así que decidí pasar el día en casa y remolonear. Aproveché para arreglarme las uñas, perderme por la red, ordenar papeles, leer artículos de prensa, contestar correos y… ¡solucionar un asunto por teléfono!
¿cómo se me ocurre?
La mujer al otro lado de la línea me decía una y otra vez que
no se me oía. Hacía apenas una hora había podido mantener una conversación con un amigo. Yo me desgañitaba para hacerme entender pero ella, en cuanto
escuchaba mi hilo de voz, me interrumpía repitiendo la misma frase sin darme
una oportunidad. Desesperante, casi angustioso. Supongo que le irritaría esta
incómoda llamada, pero… ¿por qué no me dejó intentarlo por compasión? Tuve que colgar, impotente, y me juré tener paciencia con los más lentos o torpes. Muy bien
podría haber sido esa telefonista. Reconocí ese tono de suficiencia que ahora compruebo
que escuece.
Cuando llegaron los niños y nos sentamos a merendar se pusieron a hablarme en voz baja, curioso mimetismo. A Tristán (genio y figura) se le cayó una
uva al suelo y se le ocurrió: “menos mal que no puedes gritar”. Me hizo reír pero me dejó
pensando... ¿Qué opinión tendrán sobre su madre?
Me gustan las tardes de los lunes porque me llevo a Guille en coche a nuestras clases de pádel y en el trayecto disparo mi batería de preguntas para ponerme al día sobre su trepidante vida. Ya de paso, le suelto unos cuantos consejos maternales. Hace unos meses, acordándome de aquellos test del colegio
que calculaban la calidad de la relación con tus padres y familia en general en
los que yo sacaba un porcentaje llamativamente bajo, le pregunté si
pensaba que soy muy mandona y si creía que yo le comprendía. “Sí”,“no”.
Como me imaginaba.
Como me imaginaba.
Los dos conocen mi hipogrito huracanado.
Sólo tiro de él
cuando se me agotan los recursos, que, por este orden suelen ser:
pedir que
hagan algo, insistir hasta agotarme,
desplegar todo tipo de argumentos razonables
que les pueda hacer ceder, amenazar con quitarles algún
privilegio y acudir a
la máxima autoridad.
Cuando la máxima
autoridad se ausenta,
el grito está casi garantizado.
Sí, me veo muy limitada.
Ayer se me abrió un nuevo mundo de posibilidades. Dar instrucciones
entre susurros ha resultado sorprendentemente eficaz, de repente pareces
cargarte de razón y te obedecen a la primera. Con efectos en el movimiento tan inmediatos como los que consigue un sargento de sus soldados al grito de "ar". Suena, sin duda, más convincente. A partir de ahora voy a ensayar gestos con las cejas y caídas de ojos conmovedores y persuasivos.
Experimentar la elocuencia del silencio.
YouTube "The Sound of Silence" Simon & Garfunkel
Me gusta mucho como escribes, María. Ánimo con esta nueva aventura.
ResponderEliminarY ya me contarás cómo haces para llegar a todo: niños, pádel, blog... ¿y hasta arreglarte las uñas? Amazing!
María, te siento mucho más cercana, más entrañable, diría que me identifico contigo... me gusta como expresas... Qué importante es el silencio !!!!... el otro día , casualmente probé un vino tinto , buenísimo por cierto, que me atrapó el nombre de la botella.. Habla el silencio, tienes que probarlo !!!!... o ya lo probaremos juntas... con mucho cariño, Marina
ResponderEliminarMe apunto a lo de probarlo juntas. Un besazo, Marina.
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