Guardo con nostalgia la ropa y los juguetes que mis hijos no volverán a usar, conservo sus dientecitos de leche, las pinzas del cordón, dibujos y manualidades. No me adapto a los cambios de rutinas ni de costumbres inveteradas y me gusta iniciar mis propias tradiciones. No quiero ser consciente de una "última vez".
- déjame quedarme en tu cama hoy que papá no está
- voy a tener la luz encendida hasta tarde y tú tienes que descansar (yo ya me visualizaba sola, recostada sobre mis almohadas, en silencio con mi ordenador y una copa de vino en la mesa, dando casi grititos de placer)
- ¡por favor, mamá! ¿cuándo vamos a poder repetirlo? ¡estás perdiendo una oportunidad!.Éste es el razonamiento de mi hijo de ocho años, dolorosamente impecable.
A pesar de su insistencia no cedí. Me tentaba mi súper-plan vespertino y lo revestí de responsabilidad. Mientras le acariciaba la cabeza para relajarle, ya en su habitación, resonaban sus palabras como un eco en mis oídos: ¡estás perdiendo una oportunidad!
¡Cómo me arrepiento!
A la hora volví a buscarle pero dormía profundamente.
¿Cuándo se presentará la siguiente ocasión? ¿De cuánto tiempo dispongo hasta que mi hijo mayor deje de encontrar atractivo venir a dormir con su madre? Me anticipo a ese momento y ya le echo de menos.
Hay trenes que no quiero dejar pasar.
Como el de conseguir tocar el piano (para eso voy a una clase -que nunca llevo preparada- una vez por semana), aprender mecanografía y escribir un libro, pintar un cuadro suficientemente digno como para querer colgarlo en la pared de mi salón, editar los vídeos que estoy grabando, viajar a Nueva Zelanda y, desde luego, disfrutar al máximo con mis amigos y de cada etapa de mis hijos junto a Guillermo.
Quisiera no lamentarme nunca de lo que he dejado por hacer.
Tic tac, tic tac.
YouTube "Runaway Train" Soul Asylum
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