viernes, 21 de marzo de 2014

DE LOS SENTIDOS, LA VISTA

En la distancia distingo dos siluetas femeninas reclinadas con sus antebrazos sobre el pretil del viejo puente de piedra que atraviesa la ría de Santoña. Conversan concentradas en algún punto del horizonte azul... allá donde el mar se incorpora —ahora sigilosamente—, a la bahía. Según me voy acercando, creo reconocer a una de ellas.

Excitada por resolver una duda pendiente, me salto el protocolo de los besos y de las presentaciones:


– Me pasaron el vídeo del temporal que destrozó el pasaje*, ¡impresionante! Lo grabaste tú, ¿verdad? ¿Desde dónde?
– Sí, subí al Fuerte de San Carlos, no me atrevía a acercarme a la costa.

Vuelvo mi cabeza hacia el lugar señalado y pienso: "Como me imaginaba".


Continúo mi camino —sin despedirme— hacia el embarcadero que da acceso al enorme mercado medieval flotante construido sobre la bahía para celebrar la semana de fiestas. Está atardeciendo y una luz anaranjada les confiere tanto a las calles como a los puestos de madera un aspecto aún más rústico. No me detengo en ninguno de ellos, simplemente avanzo maravillada por la encantadora puesta en escena.


Una lluvia repentina que se desvanece en el aire, me hace levantar la vista al cielo en busca del arco iris. Voy recorriendo el paisaje con la mirada, segura de encontrármelo en cualquier lugar, hasta que a mi izquierda, desde la hierba húmeda del gran campo de fútbol, empieza a brotar un haz de luz de colores. Este arco iris hoy se apoya sobre el puntal de Laredo. 


Darío de Regoyos "El aguacero" (Bahía de Santoña)
 1900
Ver crecer el arco iris es el espectáculo más extraordinario al que jamás he asistido. Yo no sabía que un arco iris se formaba así, curvándose poco a poco hasta apoyarse sobre alguna superficie. Sus colores son intensos a medida que atraviesa el cielo, pero una vez que se posa, se atenúan hasta adoptar sus característicos tonos pastel. Cautivada en este lienzo, giro a mi alrededor y veo árboles en tonos rosa, morado y cereza suspendidos a diferentes alturas sobre la superficie del agua.

Pierdo la noción del tiempo ahí pasmada. Seguro que estoy sonriendo.


Me encuentro a mi prima Bea esperando con unos amigos para subirse a una atracción que los transportará a un barco cercano. Parece muy divertido y me apetece probar también, así que me quedo, de pie, a su lado. Se trata de un tronco portátil, no muy grueso, a modo de ariete al que te aseguran 
con una gran funda de lona que inmoviliza tu cuerpo y sólo deja asomar la cara. Un tipo corpulento con pinta de líder, acaba de determinar que pasarán el resto de la tarde en aquel barco. Nos llega el turno, caben cinco personas, Bea pasa delante, en el grupo somos ocho y yo había llegado la última. Ya no quiero esperar más, salgo de la fila y me voy. 

Decido pensar que aquel hombre tan grande sólo quería hacer el transbordo para acabar con la comida del otro lado también. 


Entro en la cafetería donde tres mesitas circulares elevadas sobre un pie metálico están dispuestas frente al enorme mirador de cristal. Queda libre la de en medio y me siento en una banqueta a descansar. Sobre la vidriera han dejado semitazas de café como figuras imantadas a una pizarra magnética que voy apartando a los lados para poder tener mejor vista. Los arañazos en la ventana me hacen darme cuenta de que para conseguir buenas fotos, tengo que volver a cubierta.

Pocas veces me acuerdo con tanto detalle de un sueño. De pequeña tuve uno que me pareció tan alucinante y tan real que creí posible recrearlo. Todo sucedía en mi armario, donde yo seleccionaba el "programa de entretenimiento" y sólo con pronunciar esas palabras -aún me acuerdo-, aquella rudimentaria máquina futurista me trasladaba a un lugar fantástico e imposible. Un lugar adonde me hubiera gustado poder acudir a voluntad, y con una ingenuidad algo manchada de escepticismo, me acurrucaba en mi armario y cerraba las puertas deseando por un instante que se realizara el prodigio. Que sucediera algo extraordinario dentro de mi ordinaria vida. Pero allí no pasaba nada, y al abrir las puertas de nuevo, volvía a ver mi habitación empapelada de florecitas verdes y rosas... y mi pizarra colgada en la pared donde yo antes había escrito con tiza blanca: PROGRAMA DE ENTRETENIMIENTO.

Hoy me preocupa que Berria* haya dejado de ser el paraíso que fue. He visto imágenes de la playa devastada por el oleaje y me pregunto si la reconoceré cuando vuelva. Si tendrán que dragar arena del fondo del mar para recuperarla. Si todo volverá a ser igual; tal como la recuerdo, como a mí más me gusta. Creo que he soñado para acariciarme la cabeza: Ya fue, ya pasó... tu Santoña es la de siempre. No llevo muy bien los cambios que señalan el final de una etapa, como el día en que tu prima te rechaza un plan genial de aventura porque ahora prefiere fumar.

Se me ocurre que algunos sueños son una catarsis, la oportunidad de que disponemos cada noche para adecuar a nuestra conveniencia aquello que no nos gusta.

Más tarde leo a Pessoa:

"Los sentimientos que más duelen, las emociones que más afligen, son los que son absurdos –el ansia de cosas imposibles, precisamente porque son imposibles, la añoranza de lo que jamás ha existido, el deseo de lo que podría haber sido, la pena de no ser otro, la insatisfacción de la existencia del mundo–. Todos estos mediostonos de la conciencia del alma crean en nosotros un paisaje dolorido, una eterna puesta de sol de lo que somos. El sentirnos es entonces un campo desierto al oscurecer, triste de juncos al pie de un río sin barcos, negreando claramente entre márgenes alejadas".

Curiosa casualidad.


Pasaje: paseo marítimo de Santoña.

Berria: playa norte de Santoña que da a mar abierto. La playa sur, da a la bahía.

No hay comentarios:

Publicar un comentario