viernes, 5 de febrero de 2016

DE LOS ANIMALES DE CONSUMO

Esta entrada es la respuesta a un debate sobre maltrato animal que, sin pretenderlo, provoqué al colgar un video en mi muro de Facebook. Perdón por mi mutismo hasta hoy, necesitaba tiempo para redactar lo que pienso

En el video se ve a un gran toro de lidia jugar con un hombre en la pradera. Es un día soleado y el pelo del toro brilla. El hombre saca un cepillo, el animal acerca su enorme cabeza astada para dejarse acariciar. Retoza sobre él con movimientos lentos y considerados. Aun sin mensaje antitaurino me conmuevo. Imagino a algún torero despreciar a este toro por manso. La virilidad puesta en duda. 





Ferdinando, el toro

Recuerdo "mi primer toro" en La Maestranza. Yo tendría unos veinte años. Una asociación lógica de ideas me hizo pensar en Gastón, mi cócker spaniel negro; tan confiado. No comprendí la diferencia. Yo no veía un toro sanguinario que está aceptando un desafío sino a un animal desconcertado que necesita defenderse y va a embestir, insensato, a quien le puede hacer aún más daño porque no es capaz de intuir que escondida en el reclamo le espera, a traición, una espada. Permanecí encogida en mi asiento con los ojos muy abiertos. Vi agonizar a mi perro. Lloré. 


Volví al cabo de unos años con mirada más adulta dispuesta a participar de la afición de mi madre, de mis hermanos o de alguna amiga que me invitaba a acompañarla. Quise formar parte de sus planes, sentirme cerca. Puse interés y aprendí la ceremonia. La puesta en escena bien orquestada. Hombre y bestia proyectando elocuentes sombras sobre la arena caliente. Impecable coreografía. 



Vi a Espartaco sufrir una espectacular cogida en el quinto toro de una corrida en Santoña. Se hizo allí mismo un torniquete, continuó toreando y mató. Le otorgaron las dos orejas y el rabo. Me levanté a aplaudir entusiasmada– ya por completo indiferente al sufrimiento de aquel toro– y, se me ocurre, que una atmósfera parecida debió de haberse vivido en el Coliseo, el circo romano. El público predispuesto a presenciar la tragedia. Agitación. Nerviosismo. La carga de adrenalina que precisa quien ha perdido la capacidad de estremecerse en lo sutil. Me inquieta la facilidad que tiene el ser humano para insensibilizarse y me rebelo. Yo quiero recuperar la inocencia y ser de nuevo impresionable. No me gustaban los toros. No me volváis a invitar. No, por favor. No, gracias.

Me gusta el teatro, el ballet, la ópera. El talento inofensivo. Pasear por un bosque sombrío enredado en laurisilva y que una nube a ras de suelo me rodee de repente y se abra paso a bocanadas. Cine en casa un viernes noche, palomitas y coca-cola, un masaje en el sofá. Lectura que requiera lápiz y banda sonora. Un buen ataque de risa. Confidencias entre amigos. La conversación interesante. Vino tinto al anochecer. El deseo, de madrugada. Siesta al sol. Mis pensamientos.


Porque me concierne, o creo que me concierne, me he estado informando sobre las condiciones de vida de los animales que van a parar a mi supermercado y a veces preferiría no haber indagado porque esta verdad incómoda me obliga entonces a comprometerme o a reconocer mi frialdad frente al dolor ajeno cuando no estoy dispuesta a renunciar según a qué placer palatal (vamos a hablar sólo de ese). Convivo con un sentimiento de culpa que agudiza el mismo hecho de saberse tolerado. La aquiescencia silenciosa.


Así que elijo ecológicos para aplacar el remordimiento. Sigo bebiendo a la luz de la nevera largos tragos de leche fría directamente de un cartón ahora de color muy verde y ya no siento esa punzada. Una hoja en el etiquetado es analgésico eficaz para el dolor de conciencia. Pero al pedir un café con leche en alguna cafetería no voy a querer que me recuerden que la vaca productora está viviendo estabulada, la inseminan periódicamente cuando decae su producción y le arrebatan a su cría al poco de dar a luz para colocarle un ordeño mecánico que le va a provocar, a la larga, una mastitis. Añoro la calma del ignorante. 


Saberme privilegiada, ese sentimiento de culpa. El pecado de omisión. El sofocante "debería". 

Un sueño me sobresalta, "¿Estás en la obligación de darte cuenta?" y anoto en la oscuridad esta frase sin contexto sobre la pantalla luminosa de mi móvil para no olvidarla por la mañana.

Luego amanece y te secuestra la rutina. Abres el grifo, te sumerges en un cálido ensimismamiento que te disuade del compromiso y te secas ya completamente distraída en un pensamiento agradable hasta que algún día te propongas recobrar la consciencia y decidas por fin firmar la declaración de intenciones. 

¿Cinco años en libertad para morir una tarde, cadena perpetua a una tortura o no haber nacido en absoluto? Si creyera en la reencarnación yo pediría ser toro. Cuando me planteo algún 
conflicto mi cabeza cartesiana quiere elaborar juicios lógicos.


No soy vegetariana pero me aseguro de que los animales que como han sonreído alguna vez. Carne añeja, pollo de corral, cerdo ibérico de bellota, huevos de gallinas camperas. No pruebo el foie, mi sacrificio. 

Y no estaré mejorando el mundo pero el imperativo categórico de Kant: "Obra sólo según aquella máxima por la cual puedas querer que al mismo tiempo se convierta en ley universal"

esta idea..., tan pretenciosa como inútil, me tranquiliza.



Suspiros de España

2 comentarios:

  1. Contamos muy poco pero somos muchos. Cada gesto, cuenta, seguro (quizás sea esta mi ración de analgésico).

    P.D. Qué bueno que viniste.

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