A tío Tonio. A mí misma, que tanto me debía.
Me sorprende la frialdad con la que contemplo el final de una vida a la que he estado especialmente vinculada sin experimentar una punzada de dolor con la intensidad debida. Sin experimentar una punzada en absoluto. Una especie de extrañamiento me impide comprender qué estoy sintiendo y me distraigo en mi propia perplejidad. ¿Se me habrán acabado las lágrimas?
Compruebo –con alivio– que no.
Hubo un espacio y un tiempo en que yo aguzaba los sentidos y me dejaba empapar por cada sensación. Todo lo que percibía entonces mi entendimiento lo registraba en el archivo de lo agradable. El aroma del polvo espeso en los cojines, la humedad fresca del pozo, la fragancia de los libros antiguos, la de los restos de un charco que el sol comienza a cuartear, el sonido de la leña crepitando en la chimenea... Todo me resultaba igual de placentero. "¡Has encontrado a Carolina!” solía decir mi tío Tonio cuando veías una araña. Hasta las arañas allí resultaban amigables. Aquel lugar fue conformando mi universo sensorial y quizá, también, mi forma de entender la vida. Las circunstancias poco a poco te acaban alejando de tu paisaje más familiar y te vas adaptando a otros pero hay acontecimientos que te devuelven las coordenadas y hoy he encontrado un agujero de gusano en la memoria por el que voy y vuelvo a voluntad. Si permanezco demasiado tiempo me emociono así que quiero darme prisa en poner a salvo mis recuerdos.
Estoy viajando exactamente a los domingos de mi infancia. El lugar, la finca de mi tío Tonio, un terreno próximo al Jarama sembrado de alfalfa y delimitado por caminos de tierra. Se tarda desde Madrid poco más de media hora. Yo sabía que estábamos cerca cuando vislumbraba los enormes esqueletos amarillos de un taller de maquinaria pesada que había que dejar a un lado para recorrer un camino lleno de baches que la suspensión del Chrysler azul marino no sabía amortiguar. A la altura del cruce con el río, mi padre anunciaba que teníamos que levantar los pies y, mientras nos hundíamos hasta el guardabarros, yo obedecía expectante. Por supuesto no entraba ni una gota dentro pero esta clase de bromas hacían más entretenido el trayecto. Muchos años después aún seguíamos haciéndolo. Un nuevo desvío conducía sólo a la propiedad. La crecida vegetación entre las pisadas de las rodaduras que iba arañando los bajos del coche evidenciaba que aquel último tramo estaba mucho menos transitado. Aunque recibía visitas ocasionales, mi tío vivía solo. Su única compañía, Holofernes. Un pobre animal sin estirpe con el pelo enmarañado y lleno de garrapatas siempre atado a una cadena que deslizaba, sin ganas, por un largo alambre clavado al suelo. Su ladrido era la advertencia de que se aproximaba un intruso.
Una hilera de álamos nos guiaba hasta la casa, el sonido vibrante de sus hojas balanceadas por la brisa susurraba que ya habíamos llegado. La había construido en torno a un pozo. Redonda como el vientre materno, o esa era la intención. El efecto, un ancho cilindro con la pared encalada y ventanales fortificados por pesados enrejados blancos. Hierbas y flores silvestres inundaban el entorno. Cuatro columnas de madera apuntalaban el largo porche que daba paso al interior y unos peldaños metálicos como grapas a la pared incitaban a subir a la cubierta en forma de sombrero chino que atravesaba otro cilindro por donde respiraba el pozo. Dicen que en un tiempo ese techado estuvo cubierto de hierba con riego por aspersión.
Aún veo a mi tío acercarse desde el porche con paso tranquilo y contento de vernos. Un John Wayne campechano y con bigote. Las largas cejas que peinaba con los dedos hacia arriba le conferían una mirada despierta e interesante. Sus ojos pequeños, siempre brillantes, se achinaban al reír. Los viernes colgaba su uniforme caqui con alas para vestir cómodamente. Si le preguntabas por los agujeros de su jersey te respondía que las polillas sólo comen lana y algodón, que desprecian los sintéticos, así que que exhibía esos agujeros con el orgullo de quien está acreditando un certificado de autenticidad. Mi tío siempre tenía una explicación genial para todo. Si no iba a resultar divertida o suficientemente ocurrente entonces se la inventaba. Los chistes, siempre en primera persona. Le encantaba impresionar; su triunfo, una boca abierta. Y el caso es que lo lograba, de la situación más cotidiana sacaba alguna conclusión curiosa que no se le había ocurrido a nadie y te la presentaba como si te estuviese desvelando un misterio. La pausa dramática, el tono de voz in diminuendo y la lentitud en pronunciar la última palabra mientras te atornillaba su índice en el brazo componían el ritual para hacerte partícipe de su hallazgo.
Después de comer yo no tenía más plan que explorar los alrededores. Me imagino a mí misma dando saltitos de lado a lado como hace mi hija María cuando se encamina contenta hacia alguna parte. Acostumbrada a estar sola, yo me entretenía con cualquier cosa. Me gustaba subirme al gran carro de madera de dos ruedas que adornaba el cruce de caminos, atrapar alguno de los renacuajos resbaladizos del estanque y probar el eco en las tinajas. Mi tío tenía una gran nave donde se empacaba alfalfa. Lo que me parecía un tobogán era una cinta transportadora de heno y me divertía escalar por la goma y hacer girar los rodamientos. También me encantaba saltar sobre las balas escalonadas y sacudirme las pajitas de la ropa que ya quedaba impregnada con su característico aroma. Un silbido al atardecer me llamaba para que volviera a la casa.
Compruebo –con alivio– que no.
Hubo un espacio y un tiempo en que yo aguzaba los sentidos y me dejaba empapar por cada sensación. Todo lo que percibía entonces mi entendimiento lo registraba en el archivo de lo agradable. El aroma del polvo espeso en los cojines, la humedad fresca del pozo, la fragancia de los libros antiguos, la de los restos de un charco que el sol comienza a cuartear, el sonido de la leña crepitando en la chimenea... Todo me resultaba igual de placentero. "¡Has encontrado a Carolina!” solía decir mi tío Tonio cuando veías una araña. Hasta las arañas allí resultaban amigables. Aquel lugar fue conformando mi universo sensorial y quizá, también, mi forma de entender la vida. Las circunstancias poco a poco te acaban alejando de tu paisaje más familiar y te vas adaptando a otros pero hay acontecimientos que te devuelven las coordenadas y hoy he encontrado un agujero de gusano en la memoria por el que voy y vuelvo a voluntad. Si permanezco demasiado tiempo me emociono así que quiero darme prisa en poner a salvo mis recuerdos.
Estoy viajando exactamente a los domingos de mi infancia. El lugar, la finca de mi tío Tonio, un terreno próximo al Jarama sembrado de alfalfa y delimitado por caminos de tierra. Se tarda desde Madrid poco más de media hora. Yo sabía que estábamos cerca cuando vislumbraba los enormes esqueletos amarillos de un taller de maquinaria pesada que había que dejar a un lado para recorrer un camino lleno de baches que la suspensión del Chrysler azul marino no sabía amortiguar. A la altura del cruce con el río, mi padre anunciaba que teníamos que levantar los pies y, mientras nos hundíamos hasta el guardabarros, yo obedecía expectante. Por supuesto no entraba ni una gota dentro pero esta clase de bromas hacían más entretenido el trayecto. Muchos años después aún seguíamos haciéndolo. Un nuevo desvío conducía sólo a la propiedad. La crecida vegetación entre las pisadas de las rodaduras que iba arañando los bajos del coche evidenciaba que aquel último tramo estaba mucho menos transitado. Aunque recibía visitas ocasionales, mi tío vivía solo. Su única compañía, Holofernes. Un pobre animal sin estirpe con el pelo enmarañado y lleno de garrapatas siempre atado a una cadena que deslizaba, sin ganas, por un largo alambre clavado al suelo. Su ladrido era la advertencia de que se aproximaba un intruso.
Una hilera de álamos nos guiaba hasta la casa, el sonido vibrante de sus hojas balanceadas por la brisa susurraba que ya habíamos llegado. La había construido en torno a un pozo. Redonda como el vientre materno, o esa era la intención. El efecto, un ancho cilindro con la pared encalada y ventanales fortificados por pesados enrejados blancos. Hierbas y flores silvestres inundaban el entorno. Cuatro columnas de madera apuntalaban el largo porche que daba paso al interior y unos peldaños metálicos como grapas a la pared incitaban a subir a la cubierta en forma de sombrero chino que atravesaba otro cilindro por donde respiraba el pozo. Dicen que en un tiempo ese techado estuvo cubierto de hierba con riego por aspersión.
Aún veo a mi tío acercarse desde el porche con paso tranquilo y contento de vernos. Un John Wayne campechano y con bigote. Las largas cejas que peinaba con los dedos hacia arriba le conferían una mirada despierta e interesante. Sus ojos pequeños, siempre brillantes, se achinaban al reír. Los viernes colgaba su uniforme caqui con alas para vestir cómodamente. Si le preguntabas por los agujeros de su jersey te respondía que las polillas sólo comen lana y algodón, que desprecian los sintéticos, así que que exhibía esos agujeros con el orgullo de quien está acreditando un certificado de autenticidad. Mi tío siempre tenía una explicación genial para todo. Si no iba a resultar divertida o suficientemente ocurrente entonces se la inventaba. Los chistes, siempre en primera persona. Le encantaba impresionar; su triunfo, una boca abierta. Y el caso es que lo lograba, de la situación más cotidiana sacaba alguna conclusión curiosa que no se le había ocurrido a nadie y te la presentaba como si te estuviese desvelando un misterio. La pausa dramática, el tono de voz in diminuendo y la lentitud en pronunciar la última palabra mientras te atornillaba su índice en el brazo componían el ritual para hacerte partícipe de su hallazgo.
En cierta ocasión nos enseñó un dibujo a lápiz en su bloc con una precisión impropia del trazo a mano alzada. Era el boceto de una curiosa máquina que le había mantenido ocupado las últimas semanas. Solía invertir el ingenio en su última obstinación. Virutas sobre el cristal de la mesa y en el sótano, su creación.
Resulta que le había conmovido la historia de un inválido que se lamentaba de tener que depender siempre de otra persona hasta para leer un libro. Mi tío había inventado un pasapáginas para tetrapléjicos, un artilugio rudimentario sujeto a un atril con pinzas de colgar la ropa. Sobre el atril, un libro abierto. Dos trozos de estropajo de fibra verde enganchados a la estructura soltaban y volvían a atrapar las hojas cada vez que se pasaba página. El motor era accionado con una pequeña succión por un tubito de goma. Esta succión ponía en marcha un mecanismo que, en tres tiempos, liberaba la hoja de la derecha, la aspiraba y quedaba atrapada de nuevo por el estropajo de la izquierda. Sólo funcionaba con papel de determinado gramaje y, aunque en cierto modo aquel invento fracasó, a mí me parecía un portento.
Vivía rodeado de elementos extravagantes que creaban una atmósfera Tim Burton en un entorno completamente rústico.
Podía caer lluvia bajo un cielo sin nubes por un tubo perforado que colgaba del exterior de las ventanas y derramaba una cortina de agua. Una célula fotoeléctrica alojada en una bombilla hacía que todas las luces del porche se encendieran por sí solas al anochecer. Para aquella época todo esto resultaba poco menos que ciencia ficción. Hoy pienso que a mi hijo Tristán también le habría fascinado.
Nunca supe si mi tío fue consciente de que yo, una niña tan pequeña, le seguía con admiración; que iba tomando nota de cada cosa que decía, de cada gesto. Siquiera que le observaba. Sus comentarios no iban dirigidos a mí –única niña en un mundo de adultos– pero yo escuchaba atentamente desde mi invisibilidad, igual que hago ahora con el zoom de mi cámara para atrapar alguna escena en el otro extremo del salón. Aunque tuvo que pensar en mí cuando me trajo aquel bolígrafo espacial de su viaje a Estados Unidos con cartuchos de tinta presurizados que escriben en ingravidez, bajo el agua, sobre papel húmedo y grasiento, en cualquier ángulo y a diferentes temperaturas. Una chulada que aún guardo para cuando haya que abandonar este planeta... por algún lugar lejano donde echaré de menos, como echo de menos ahora mismo, la voz de Jorge Cafrune amplificada en el silencio al aire libre desde los baffles del porche mientras me balanceaba en la hamaca que colgaba de las columnas. Recuerdo ir cayendo en un sopor y, dentro de ese sopor, recuerdo voces familiares en los escalones de piedra; conversaciones junto a mi que se escuchan casi a lo lejos.
Los álamos.
Resulta que le había conmovido la historia de un inválido que se lamentaba de tener que depender siempre de otra persona hasta para leer un libro. Mi tío había inventado un pasapáginas para tetrapléjicos, un artilugio rudimentario sujeto a un atril con pinzas de colgar la ropa. Sobre el atril, un libro abierto. Dos trozos de estropajo de fibra verde enganchados a la estructura soltaban y volvían a atrapar las hojas cada vez que se pasaba página. El motor era accionado con una pequeña succión por un tubito de goma. Esta succión ponía en marcha un mecanismo que, en tres tiempos, liberaba la hoja de la derecha, la aspiraba y quedaba atrapada de nuevo por el estropajo de la izquierda. Sólo funcionaba con papel de determinado gramaje y, aunque en cierto modo aquel invento fracasó, a mí me parecía un portento.
Vivía rodeado de elementos extravagantes que creaban una atmósfera Tim Burton en un entorno completamente rústico.
Podía caer lluvia bajo un cielo sin nubes por un tubo perforado que colgaba del exterior de las ventanas y derramaba una cortina de agua. Una célula fotoeléctrica alojada en una bombilla hacía que todas las luces del porche se encendieran por sí solas al anochecer. Para aquella época todo esto resultaba poco menos que ciencia ficción. Hoy pienso que a mi hijo Tristán también le habría fascinado.
Nunca supe si mi tío fue consciente de que yo, una niña tan pequeña, le seguía con admiración; que iba tomando nota de cada cosa que decía, de cada gesto. Siquiera que le observaba. Sus comentarios no iban dirigidos a mí –única niña en un mundo de adultos– pero yo escuchaba atentamente desde mi invisibilidad, igual que hago ahora con el zoom de mi cámara para atrapar alguna escena en el otro extremo del salón. Aunque tuvo que pensar en mí cuando me trajo aquel bolígrafo espacial de su viaje a Estados Unidos con cartuchos de tinta presurizados que escriben en ingravidez, bajo el agua, sobre papel húmedo y grasiento, en cualquier ángulo y a diferentes temperaturas. Una chulada que aún guardo para cuando haya que abandonar este planeta... por algún lugar lejano donde echaré de menos, como echo de menos ahora mismo, la voz de Jorge Cafrune amplificada en el silencio al aire libre desde los baffles del porche mientras me balanceaba en la hamaca que colgaba de las columnas. Recuerdo ir cayendo en un sopor y, dentro de ese sopor, recuerdo voces familiares en los escalones de piedra; conversaciones junto a mi que se escuchan casi a lo lejos.
Los álamos.
Después de comer yo no tenía más plan que explorar los alrededores. Me imagino a mí misma dando saltitos de lado a lado como hace mi hija María cuando se encamina contenta hacia alguna parte. Acostumbrada a estar sola, yo me entretenía con cualquier cosa. Me gustaba subirme al gran carro de madera de dos ruedas que adornaba el cruce de caminos, atrapar alguno de los renacuajos resbaladizos del estanque y probar el eco en las tinajas. Mi tío tenía una gran nave donde se empacaba alfalfa. Lo que me parecía un tobogán era una cinta transportadora de heno y me divertía escalar por la goma y hacer girar los rodamientos. También me encantaba saltar sobre las balas escalonadas y sacudirme las pajitas de la ropa que ya quedaba impregnada con su característico aroma. Un silbido al atardecer me llamaba para que volviera a la casa.
Mi asiento favorito era el columpio de ratán que había junto a la chimenea, un gran moisés invertido con piel de cordero en la base que se suspendía del techo por una gruesa cuerda de esparto. Para encender la chimenea mi tío hacía arder un periódico bajo el tiro, “Hay que ahuyentar a las brujas", decía. Yo me quedaba hipnotizada con el movimiento de las llamas que flameaban en verde cuando echabas hilo de cobre. La estancia era pequeña así que el espacio debía estar bien aprovechado. La cama de mi tío dentro de un grueso marco de madera suspendía de la pared a dos metros sobre el sofá y una escalera fijada al techo se bajaba con polea para poder acceder a ella. Desde que leyó en alguna publicación que el cabecero debía quedar orientado al sur, colocó su almohada en el otro extremo y colgó un cristal reflectante enfrente para seguir viendo la tele.
Y en este escenario ocre y polvoriento se leía poesía. Y lloré con “La Carta” de Ramón de Campoamor. Y se tocaba la guitarra. El solo punteo de “En mi viejo San Juan” nos predisponía a la nostalgia y nuestras voces –¿o era la mía?– se quebraba hacia el final"… Y no quiero morir, alejado de ti, Santoñuca del alma”. Así decíamos. Santoñuca, no "Puerto Rico”–, porque a igual número de sílabas la letra cobra así significado. Santoña es nuestra “Ítaca". Cuando tu patria queda lejos, en el horizonte flota un resplandor sólo visible al desterrado. De modo que nos sentábamos a cantar para potenciar nuestra sensación de pertenencia, de identidad. Y así se nos hacía de noche.
Ahora comprendo que cuando mi tío, en la residencia próxima a Santoña, le preguntó a su sobrina Estela por aquel monte que se veía desde el mirador y ella respondió: "el Buciero”, la abrazara entusiasmado: “¡Entonces, estamos salvados!" Era el grito de “¡Tierra!” de Ulises al regresar después del largo y agitado viaje. Cuando la vejez te extravía en el laberinto de la memoria el instinto te guía hacia el origen, tu única certeza.
Creo que fui consciente demasiado pronto del paso implacable del tiempo, demasiado pequeña para aceptar que las cosas y a quien más quieres pudieran cambiar en algo, mucho menos desaparecer. Me gustaba todo tal como estaba. Ya entonces hubiera querido parar el reloj.
Éste era el pensamiento de una niña de ocho años que solía asomarse largo rato al pozo del interior de aquella casa. Adivinar tu reflejo allá en el fondo mientras notas el latido en tu sien es lo más parecido a la introspección.
Mi suegra dice que me engaña la memoria, que tengo idealizado el pasado, pero esa mentira no es verdad. Todo ocurrió tal como lo he contado, todo lo que he contado ocurrió tal como lo recuerdo. ¿Hay diferencia? La mirada de un niño le confiere a todo aquello que mira su propia ingenuidad. Las cosas nunca se ven como son, sino como somos, ya lo decía el filósofo. Tengo la suerte de haber guardado a tiempo –antes de perder esa mirada–, el recuerdo intacto en un compartimento estanco de mi memoria, sin manchas, acaso ya descolorido de melancolía. Lo custodio como quien guarda un mapa antiguo bajo llave y no deja que nadie lo toque porque teme que se lo vayan a estropear.
… "y de pronto, la vida es un recuerdo”. Vicente, con tu permiso.
Desde que estoy escribiendo sobre la finca tengo el alma en carne viva. Hace muchísimos años que no me asomo por allí y la tenía ya olvidada. Hoy la curiosidad me ha impulsado a buscarla en Google Earth y he pasado largo rato barriendo la zona hasta conseguir dar con ella. Adiviné la casa por su forma circular junto a un rectángulo y otro círculo frente a ella que representa la piscina. Está en un espacio garabateado que apenas se reconoce, no sé si voy a querer acercarme a verla, nunca he llevado muy bien contemplar el declive de una vieja gloria. Han trazado una carretera que corre paralela a los álamos y que atraviesa, imagino ruidosa, lo que en su día fue mi campo de juegos. Como restos de un naufragio, presiento la casa vacía y destartalada. Ahora es otra. En realidad, todos hemos cambiado. Cuesta demostrar quiénes éramos al ver en qué nos hemos convertido, pero me tranquiliza pensar que hay algo que permanece. Lo sé porque siento una emoción, —un nudo—, que se me enreda en la garganta y me hace llorar de añoranza cada vez que pienso en ello:
Estoy absolutamente segura de que Carolina aún corretea por allí.
Estoy absolutamente segura de que Carolina aún corretea por allí.
YouTube “De mi esperanza” Jorge Cafrune
Por un ratito he vuelto allí.Me encanta. Gracias bss
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