Hacía no mucho tiempo, nos habíamos puesto en contacto algunas de aquellas niñas y quedamos a cenar con la emoción de quien recupera algo valioso que ya se daba por perdido. Había reconocido a todas; conservaban sus características facciones y por supuesto, la esencia. Después de las últimas actualizaciones (algunas de ellas sorprendentes), hubo pase de diapositivas con las fotos que, entre todas, conseguimos rescatar, historias divertidísimas de tomaduras de pelo en clase y risas.
Vine un día a este colegio de la mano de mi madre y una correa en la otra que tiraba de Cosuca (una perra abandonada que habíamos recogido en Santoña). Debía yo de tener cuatro flamantes añitos. Aquí me quedé estudiando durante trece eternos cursos más.
Aquel horroroso uniforme (que ahora veo con otra óptica y no me parece tan mal), la disciplina férrea e inflexible que se infligía en las clases y el hecho de que se me atragantaran ciertas asignaturas, hicieron que mi paso por el cole me pareciera, como poco, sofocante y trabajoso. Guardo un recuerdo agridulce. Fui perdiendo la inocencia entre estirón y estirón. Las monjas me hicieron más fuerte. Aprendí a esquivar los derechazos a mi ya limitada autoestima y a bloquear los lacrimales. Aquel lugar fue testigo de cada berrinche, enfado, castigo, decepción, esfuerzo, desafío, fracaso, rebeldía y sumisión.
Miro hacia atrás y sin embargo, tengo que sonreír. Ahora sólo siento cariño y -debo reconocer- nostalgia por esos años escolares.
Es curioso cómo mi memoria se iba abriendo paso el viernes por aquel patio, los pasillos, las escaleras, entre los pupitres y las mesas del comedor. Todo aparentaba ahora ser mucho más pequeño, pero en aquel escenario se proyectaban preciadas imágenes de mi pasado.
Lo había evocado a menudo dentro de una nebulosa de contornos imprecisos, cuando debía volver a estudiar las matemáticas de octavo y a enfundarme aquel jersey verde botella con mi falda de cuadros tristes... en un sueño que se me viene repitiendo desde que acabé la carrera. A veces parece real. Insoportablemente real.
Llegué tarde. Saludé a Carmen González "todo sobresalientes" y me senté en uno de los bancos del fondo de la capilla. Miré a mi alrededor para hacer un primer recuento. La vi a lo lejos. Nos había dado historia allá por segundo de BUP. Erguida y mirando al frente, con su inconfundible porte digno.
Cuando al salir, esperábamos todas fuera, me pareció más bajita de como la recordaba y comprobé que ya no ejercía ese poder intimidatorio sobre mí. Me vi gigantesca, como Alicia -en el País de las Maravillas- poco después de darle un bocado a aquel portentoso hongo mágico.
Mi perspectiva era la idónea para alzar el dedo índice y espetarle en voz muy alta:
- Pues que sepas que me ha ido bien en la vida, me gradué aquel año en Estados Unidos, después me licencié en Derecho, aprobé una oposición y tengo un trabajo magnífico... ¡contra todos tus pronósticos!.
En su lugar me acerqué a darle dos besos. Lo cierto es que me alegré de verla.
Vine un día a este colegio de la mano de mi madre y una correa en la otra que tiraba de Cosuca (una perra abandonada que habíamos recogido en Santoña). Debía yo de tener cuatro flamantes añitos. Aquí me quedé estudiando durante trece eternos cursos más.
Aquel horroroso uniforme (que ahora veo con otra óptica y no me parece tan mal), la disciplina férrea e inflexible que se infligía en las clases y el hecho de que se me atragantaran ciertas asignaturas, hicieron que mi paso por el cole me pareciera, como poco, sofocante y trabajoso. Guardo un recuerdo agridulce. Fui perdiendo la inocencia entre estirón y estirón. Las monjas me hicieron más fuerte. Aprendí a esquivar los derechazos a mi ya limitada autoestima y a bloquear los lacrimales. Aquel lugar fue testigo de cada berrinche, enfado, castigo, decepción, esfuerzo, desafío, fracaso, rebeldía y sumisión.
Miro hacia atrás y sin embargo, tengo que sonreír. Ahora sólo siento cariño y -debo reconocer- nostalgia por esos años escolares.
Es curioso cómo mi memoria se iba abriendo paso el viernes por aquel patio, los pasillos, las escaleras, entre los pupitres y las mesas del comedor. Todo aparentaba ahora ser mucho más pequeño, pero en aquel escenario se proyectaban preciadas imágenes de mi pasado.
Lo había evocado a menudo dentro de una nebulosa de contornos imprecisos, cuando debía volver a estudiar las matemáticas de octavo y a enfundarme aquel jersey verde botella con mi falda de cuadros tristes... en un sueño que se me viene repitiendo desde que acabé la carrera. A veces parece real. Insoportablemente real.
Llegué tarde. Saludé a Carmen González "todo sobresalientes" y me senté en uno de los bancos del fondo de la capilla. Miré a mi alrededor para hacer un primer recuento. La vi a lo lejos. Nos había dado historia allá por segundo de BUP. Erguida y mirando al frente, con su inconfundible porte digno.
Cuando al salir, esperábamos todas fuera, me pareció más bajita de como la recordaba y comprobé que ya no ejercía ese poder intimidatorio sobre mí. Me vi gigantesca, como Alicia -en el País de las Maravillas- poco después de darle un bocado a aquel portentoso hongo mágico.
Mi perspectiva era la idónea para alzar el dedo índice y espetarle en voz muy alta:
- Pues que sepas que me ha ido bien en la vida, me gradué aquel año en Estados Unidos, después me licencié en Derecho, aprobé una oposición y tengo un trabajo magnífico... ¡contra todos tus pronósticos!.
- ¡María Herrería!
- Hola, María José, estás igual que siempre -me sorprendí tuteándola y menos mal que no se me ocurrió llamarla "Pepi"-. ¿Ha habido muchos cambios, además de que, ahora, tenéis chicos?
- Sigo ocupándome de todo, pero este año me he jubilado. Ya no doy clases.
Había representado durante mucho tiempo uno de tantos miedos que en algún momento yo ya había conseguido superar y hoy la percibo como una mujer serena que ha sabido sacar adelante a varias generaciones con sus particulares métodos para espolear los ánimos de ingobernables adolescentes inconformistas.
Después de todo, algo me habrá enseñado y en cierto modo, la admiro. Le deseo lo mejor.
Debo de haber desarrollado el síndrome de Estocolmo.
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