lunes, 27 de mayo de 2013

EL VALOR DE LAS ROSAS ROJAS

La esencia del texto es la sabiduría. Goza de ella y será tuya.

a María

Ángel

Esta dedicatoria está escrita en la contracubierta del libro de cuentos de Oscar Wilde que mi hermano le regaló a una niña demasiado pequeña para descifrar mensajes encriptados. El otro día me encantó redescubrirla en mi trastero cuando escogía para mi hijo literatura que pudiera empezar a gustarle.

Hoy Guille me preguntaba si releer "El ruiseñor y la rosa" (por tercera vez) podía contar como tiempo de lectura. 

 - "¡Es que es mi favorito!"

Ya en el segundo renglón levanta la vista para protestar:

 - "Mamá, no lo entiendo". "¿Por qué tira el estudiante la rosa al suelo? ¿para qué muere el ruiseñor? ¡que idiota es la hija del profesor!"

Se salta párrafos enteros, llega al final y vuelve en busca de alguna explicación que le pueda dar sentido a semejante injusticia.

Conveníamos con unos amigos que muchos cuentos para niños y éste, en particular, son extremadamente crueles. Nos acordábamos de "La vendedora de fósforos" y de "La Sirenita" de Andersen. Pequeños traumas infantiles similares al del fraude del ratoncito Pérez o al de Los Reyes Magos. 

-Dijo que bailaría conmigo si le llevaba una rosa roja -se lamentaba el joven estudiante-, pero no hay una sola rosa roja en todo mi jardín.
Desde su nido de la encina, oyóle el ruiseñor. Miró por entre las hojas asombrado.
-¡No hay ni una rosa roja en todo mi jardín! -gritaba el estudiante.
Y sus bellos ojos se llenaron de llanto...

Un ruiseñor ha tenido que morir para teñir con su sangre una rosa que una caprichosa mujer ahora rechaza con desprecio.

-El sobrino del chambelán me ha enviado varias joyas de verdad, y de todos es sabido que las joyas cuestan más que las flores.


Intento discurrir una respuesta no demasiado dramática, pero cuando te encuentras ante una dura lección de vida, ... entonces las preguntas se te plantean a ti. 

¿Cuánto valen las rosas rojas?





El latido del corazón vale lo que un poco de calderilla para una impaciente navaja con pulso trémulo. Tu hogar, el fallo de un juez invocando la ley del desahucio o los escombros que el implacable tornado ha dejado tras su paso. Una larga carrera profesional, la firma en el finiquito de un aleatorio despido colectivo.
El juramento de amor, lo que uno esté dispuesto a indemnizar por fatiga de materiales.


Pero a mi niño de nueve años no le puedo contar esto. 

Le hablo de que lo más valioso nunca será lo más caro. De la importancia de mostrarse agradecido. Le hago ver que las cosas han de valer lo que uno quiere que valgan, que hay que cuidar lo que se tiene.
Le enseño que las hojas rasgadas de un libro se pegan con celo, los juguetes rotos con pegamento de contacto, que cuando ha hecho llorar a su hermano le tiene que pedir perdón mientras le mira a los ojos, y a continuación darle un abrazo de por lo menos diez segundos. 

¡Y cuento!: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8... 

Este abrazo suele acabar en cosquillas.

A menudo me pregunto cómo serán mis hijos de adolescentes, de adultos. Confundirán certezas con expectativas y llegarán las decepciones. Espero que elijan bien, que les elijan bien. Que ningún desengaño les haga querer reemplazar la turbulencia en el amor por el libro polvoriento del relato. Que el temor a las espinas no les impida disfrutar de la esencia de la rosa.

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