lunes, 3 de junio de 2013

LA IMPACIENCIA DE LOS PUNTOS SUSPENSIVOS

Odio tratar con muñecos de guiñol. Sonrisas y voces amables impostadas por el indolente ventrílocuo a las que hay que tratar con cortesía porque ellas no tienen la culpa. Punching bags que dan la cara por quien toma decisiones, por quien ignora solicitudes con una impasible negligencia parapetada tras su inmodulada voz en off. Los súpertacañones no se suelen dejar ver.


Vuelva usted mañana.

Sigo pendiente del resultado de los análisis que le hicieron a mi hija en febrero. Se trata de una prueba genética que requiere -textualmente-: "al menos una hora de estudio". Antes de pedir la siguiente cita me tengo que asegurar de que el neurólogo le ha dedicado este tiempo. Así que cada semana marco el 902 de la Quirón para mantener la misma y desesperante conversación con telefonistas diferentes:

 – Buenos días, –explico el caso–, ahora me va a decir que pasará nota al departamento, pero colgaré el teléfono y nadie se pondrá en contacto conmigo. Lo sé porque es la octava vez que llamo.

Esta llamada ya forma parte de mi rutina. 


Tengo otras:

– Andrés, ¿se sabe algo de mi excedencia?
 (llevo esperando cuatro meses y aún no he recibido noticias) –le pregunto cada semana asomándome a su puerta–.
– Nada, pero te tengo en mis oraciones.

Me asomo a la realidad y doy las gracias por contar con un sueldo a fin de mes y de tiempo para conciliar frecuencia, extraescolares, deberes y biberones. Me adapto a las circunstancias y no me atrevo a quejarme. No, cuando me comparo con los desesperanzadores informes del Instituto Nacional de Estadística.
Pero con la más pueril credulidad en lo que quede de justicia, reclamo lo que considero mío y así lo pretendo hacer valer.


Estos asuntos pendientes me están bloqueando el paso, no soy capaz de avanzar sin haberlos resuelto antes (¿Qué es exactamente lo que le pasa a María? ¿Qué tipo de estimulación le puede venir bien? ¿Qué voy a hacer con los niños si me deniegan la excedencia? Si me la dispensan, ... ¿estaré a tiempo de alquilar la casa que prefiero?) y envían mensajes subliminales a los músculos de mi espalda que se agarrotan sin remedio. 

No puedo con la incertidumbre. Me debilita.

Escribirlo desahoga. Lo pienso con calma y consigo relativizar, aunque no me vendrían del todo mal unas clases de improvisación o de yoga.


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