Tan ajeno a la marea que ahora te lleva.
No lo piensas, te sumerges. Te dejas arrastrar por la corriente, incapaz de negociar otro punto de vista más. Tu sangre insiste en regular su temperatura hasta imaginar el siempre imposible equilibrio térmico con aquello que te roza. Pero te ves dando brazadas, tan cómicas como ineficaces, sólo por constatar tu propia energía cinética.
No puedes decir lo que piensas, no debes sentir lo que sientes. Sin embargo te niegas a renunciar a ti misma, y -en desesperado empeño por que alguien te reconozca, te señale como humana- quieres gritarlo y experimentar con intensidad lo que pasa por tu mente. Hacer física la idea.
Que duela, que se vuelva a abrir la herida, que te haga vibrar, que te acaricie... que te penetre.
Eliges ser vulnerable.
Necesitas aflojar todas las cuerdas que, a modo de torniquete, habías ido anudando fuertemente a cada terminación nerviosa. Permitir la circulación de ese plasma que, de otra forma, se coagula.
Llega la calma. Te aceptas. Lo aceptas todo tal como es.
Y, si el miércoles, al acabar tu clase de piano, tu profesora te pregunta:
- ¿Qué has estado haciendo esta semana?
- Lo siento, no he practicado.
- No. Me refiero... ¿Qué te ha pasado? -Me mira a los ojos, y enigmática repite-... ¿Qué-te-ha-pasado?
- ¿Por qué lo preguntas? - escojo mi sonrisa cómplice-.
- Suenas diferente. Relajada. Escucho matices que antes no estaban... Te he disfrutado.
es que, a lo mejor, ... después de todo, ...
lo has conseguido.
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