sábado, 9 de agosto de 2014

INDULGENCIA PLENARIA

Un grano de arena en el ojo que no te permite leer. Buscar a tu hijo sin saber ya por dónde, porque no te había avisado de que se marchaba con sus primos. La piel de la espalda enrojecida por no haber previsto tanto tiempo bajo el sol. 
La escena idílica que te visualizas protagonizando una mañana de playa no tiene mucho que ver con la realidad que sobreviene y procuras tomártelo sólo como un plan que se ha torcido. Pero cuando vuelves a casa y encuentras que tu hermano –a quien confiaste tu jardín–, te ha cortado las ramas más visibles de tu árbol favorito, esa contrariedad acumulada se transforma en rabia mal contenida.

Pasa el día y voy apagándome hasta el abatimiento.

De camino al restaurante sugiero, como cada dos de agosto, que llamemos al este año es "jacobeo" indulgencia plenaria para quien se confiese. En la cena Vicente cuenta que de pequeño solía encontrar a uno de estos frailes siempre en el mismo bar. – Yo le tiraba del cordón, me daba dos hostias en la cabeza (las escenifica contra mi hombro enrojecido), y te sientes “como mejor”–, dice dando dos sacudidas de hombros como quitándose un peso de encima y se ríe a carcajadas con su observación.




     



– Padre, me confieso de que he talado un manzano.

… (Silencio valorativo)

– ¿Hay algo más que quieras contarme?
– Pues…, se podría decir que he incumplido todos los mandamientos menos el de “no matarás” y, en realidad, tampoco es que crea mucho en Dios –quise dulcificar mi ateísmo–.
      –  ¿Y se puede saber qué te ha traído a este cajón?

      Lo que en verdad me hacía falta, era serenarme y escuchar una voz reposada y sabia que actuara, por ósmosis, sobre mi estado de ánimo. Y me metí en aquel confesionario como quien visita a un psicólogo.


      –  Las ganas de hacer las cosas bien– contesté–. Lo de empezar de cero. (Como si este pensamiento mágico pudiera inocularme poderes para dominar mi vehemencia y alcanzar la perfección).

Y le relato mi reciente episodio de histerismo con las tijeras de podar, al ver que era incapaz de injertar las dos ramas cortadas, en un intento desesperado por recuperar mi abeto. Sin embargo, en mi enajenación, reconozco cierto autocontrol, puesto que arremetí solamente contra el árbol que no estaba prosperando ni con los cuidados intensivos que le dedicaba mi marido. 
Y ya, mirándonos a la cara cuando advierto que la celosía de madera permite ver a través, acabamos enredados en una conversación sobre géneros. A las mujeres se nos supone más amorosas y menos impulsivas –dijo–, y eso requería inmediata aclaración.

Le explico que soy sensible a las acciones irreversibles, a la palabra hiriente que completa el jaque mate, a las relaciones irreconciliables, ... al punto de no retorno. Me atraviesa la coraza sin anestesia ni previo aviso. Lloro. Me absuelve sin penitencia.

Creer es una suerte, pienso. Todo debe de ser más fácil. 

– Mami, ¡Cuánto has tardado! 


Es el momento de la comunión, los frailes jóvenes y viejos, uno por uno y en desorden, se van acercando al altar a servirse una oblea mojada en vino mientras yo imagino intrigas de convento y me pregunto a cuál de ellos pertenecerán los calzones y la camiseta que, en el paseo de antes, vi colgados del cordel en una de las ventanas más altas de la fachada trasera de piedra que da, solitaria, a la marisma.
Y en la fila, detrás de mi hijo, me doy cuenta de que, por primera vez en dos días, no rasca pestañear.


Mi árbol vendado


Desahogarse sobre un hombro indulgente. Sentirse comprendida. Que te entablillen una rama y te rematen los últimos rincones de tu casa con ingeniería punta, que no es otra cosa que el trabajo con cariño. Dejarse llevar por la corriente de una ría junto al hermano que aún te costaba perdonar.

Hacer el muerto con los ojos clavados en el cielo azul mientras te vas acercando al remanso de la desembocadura.

– No respires y escúchate el corazón.


Obedecer con curiosidad y comprobar que tu corazón late, ya, reconciliado.

4 comentarios:

  1. Indulgencia, para los arrebatos mientras hace efecto la cura contra la vehemencia que te excede... y la solemos esperar de ojos y voz ajena. Vale el sacerdote, el psicólogo, el panadero de toda la vida, tu hermano, un camarero sabio, de los que regala máximas entre comanda y comanda... Alguien que te acaricie mirándote y te haga sentir que esa vehemencia eres tú también, y es uno de los rasgos que tú llamas imperfectos, pero que te conforman completa,... imperfectamente humana. ¡María, María! Vehemencia siempre es pasión...Hablas de la paz de creer, de la ósmosis...¡Feliz verano apasionado, María! "Ego te absolvo" esperas, ¿de qué?, ¿de estar viva? Eres tú y eres así, Lady Vehemencia, herida y mística hasta las lágrimas si te pones, pero en simultáneo no puedes dejar de ver el sol, los niños, la familia, las vendas que sujetan los injertos, ni la ropa tendida de la persona que te habla. Levante o no su índice y su corazón ante ti para darte la paz;-)

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  2. Estoy de acuerdo, Paloma. Yo quiero para mí esa vehemencia. Acción, reacción. Provocación. Sentirme viva. Pero reclamo las cuatro virtudes cardinales de que adolezco:
    Fortaleza, prudencia, justicia y templanza.

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  3. Te diría que hacemos un trato: la primera que las encuentre, le cuenta a la otra hacia donde encaminarse... pero sé que así no se llega a ellas. Yo también, desde la humildad, las busco. A veces las tengo tan cerca que huele el aire a belleza pura y calma. Suelo dejarlas de lado llevada de un apasionamiento, y muchas veces de un furor que no parece posible que cupiesen en mi cuerpo... ¡No hay que rendirse! Te deseo, con vehemencia, mucha suerte.

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