sábado, 12 de noviembre de 2016

CONFLICTO DE INTERESES

"Lo que no te importa no importaLa habitación. Lenny Abrahamsson. 
Anoté esta frase al poco de empezar la película. Se la decía la madre a su hijo de cinco años que no conocía más mundo que una habitación de 3,5 m2 donde los tenía encerrados su secuestrador. Entendí inmediatamente la utilidad de esta idea. El único mecanismo de defensa o arma al alcance en un espacio tan reducido es la mente.    

Recuerdo cuando me importaba. No hace tanto. Ni siquiera soy consciente de cuándo me dejó de importar. Del mismo modo que el movimiento molecular de dos cuerpos sólidos que ya no se rozan se ralentiza, entiendo que es natural enfriarse. Basta con alejarse lo suficiente, olvidar la afrenta, –las afrentas– y asumir el nuevo rol: Prima lejana. Yo lo llamo “configurarse”. He comprobado cómo la piel que cicatriza se va tornando insensible, de modo que podría permanecer así. Ya no duele. Pero sé que hay algo, –un síntoma–, que me hace sentir aún incómoda: Finjo una normalidad que no me creo. Noto que fuerzo cada comentario en el chat de la familia y presiento mi propia rigidez la próxima vez que le vea. 







Y llego a una conclusión dolorosa: ya no me reconozco. Me gustaba mi espontaneidad de antes. Soy de naturaleza melancólica y me resisto a que las cosas cambien. Cuando me pongo a recordar y siento el vínculo, sé lo que me estoy perdiendo. No quiero que no me importe. Así que me dispongo a abrir la herida y recuperar sensibilidad. 


Podría hacer como hasta ahora, confiar en mi facilidad para curar y desenfadarme. Una llamada tonta bastaría para la reconciliación. Y me asusta volver a sufrir pero no quiero adaptarme para sobrevivir a su lado, eso supondría renunciar a mí misma, tan impulsiva y confiada. Tengo la impresión de que para acercarse a él hay que desarrollar espinas. 


Sólo se me ocurre hacerle una exposición de motivos y una declaración de intenciones. Y lo tengo que escribir para ponerlo en orden, para no dejarme nada, para que no me interrumpa. Porque lo que siento no sabría defenderlo en un debate acalorado, temo un grito que seccione mi precario hilo de voz.


Así que le mandaría una carta muy parecida a ésta:


Querido Vicente,


Ya sólo este comienzo me quiere hacer llorar–


He estado aplazando este momento desde el pasado verano pero hasta que no te escriba sé que lo tendré pendiente, esto se me está haciendo bola. Una vez lo leas al menos tendré la tranquilidad de que ya dependerá de ti cómo nos miremos en adelante.


Y es muy posible que ni te acuerdes tan acostumbrado como estás a irrumpir en cualquier sitio para luego desaparecer sin comprobar los desperfectos.


Pero me quedé dolorida. Pensamientos y emociones se me agolpaban en la cabeza y en el corazón. Latían ambos. Me dolieron a la vez los de tantas otras veces que en su día preferí ignorar. En aquel momento no pude ni calmarme ni reunir el tiempo que me llevaría explicar todo lo que me pasaba, así que decidí evitarte. 

Hoy tengo una semana por delante y ésta es una de mis prioridades. Bien postergada, pienso. Ahora puedo enfocarlo todo a través de una lente más limpia y gran angular.

No sé si esto te esponjará o te hará sentir incómodo pero tengo que decírtelo: Conservas intacta la capacidad de hacerme daño, siempre la has tenido. Lloro con demasiada facilidad cuando me haces un desprecio a pesar de que he comprendido que esa es tu forma de ser. 

Yo sé por qué dueles tanto. Tenía sólo nueve años cuando me quedé sin un padre, un referente hacia quien volver la cabeza en busca de reconocimiento. Josechu es mi cielo protector y Ángel mi incondicional pero por alguna razón eres tú la figura masculina de quien preciso aceptación. Aún ahora. Quizá porque eres duro de complacer. Quizá porque nos parecemos. Quiero pensar que esta admiración es mutua. Y sé que me estoy acercando a "ese lugar" porque las lágrimas me impiden enfocar lo que escribo. 

Los dos somos muy sensibles pero para vencer tu vulnerabilidad tú te volviste implacable. 


Yo solía justificarte en mi cabeza. Hacía de intérprete. Cuando llamabas por teléfono, por ejemplo, dando una orden: 

–María, copia– dictas un número de nueve cifras, una instrucción abrupta y cuelgas. 
Yo copiaba obediente, (más valía). Y al colgar hacía una pequeña pausa mental, casi un suspiro, para traducir tus palabras
–María, hazme un favor. Llama a este teléfono, es importante hacer esta gestión en plazo. Ahora tengo prisa. Muchas gracias. Un beso–.
Pero eres vikingo y hablas normando. Es curioso, Francisco también hizo esta comparación. Siempre he pensado que todos en casa lo éramos. No damos muestras de cariño, nos adivinamos. (Como si ser cariñoso denotara un signo de debilidad).
Él decía que si me secuestraran eras capaz de matar a cuarenta para salvarme. Y no lo dudo, ese es tu estilo. Gestas grandes hazañas para demostrar lo mismo que cualquier otro con un abrazo o unas palabras de perdón sólo porque nunca aprendiste a abrazar, mucho menos a disculparte. 
Pero no puedo esperar a que me secuestren para que me des esa muestra de reconocimiento que ahora me urge. 

Tengo que reclamar tu respeto. Sólo porque soy tu hermana no me puedes dar por hecho. 
No soporto que cortejes a tus invitados o a un amigo ocasional y a mí me ridiculices. Que me amenaces con tu desprecio si no cumplo tus exigencias porque me atrevo a pensar, —a sentir—  diferente.

Espero que tengas más cuidado ahora que sabes cómo siento si es que no lo sospechabas. No me rompas más, por favor.
"Probablemente estoy pidiendo demasiado" escucho ahora en mis auriculares, –me había puesto mi lista de reproducción “Mexicanas” por sentirte algo más cerca– pero aspiro a que al menos me veas como a una criatura frágil que merece consideración.  

E imagino una escena de hospital. Estoy intubada, ojos cansados. Te veo asomar por la puerta de mi habitación después de muchos años sin vernos y se me alteran las constantes vitales. El médico te pide que salgas y cierra la puerta. Tú te quedas del otro lado convencido en tu inseguridad de que tu presencia me ha irritado. Y yo postergada en la cama con el pulso acelerado de tan ilusionada que estaba por que hubieras venido a verme. Te habría querido explicar todo esto, lo que supones para mí, el daño que me habías hecho, pero ya esto nunca lo sabrás. 
“Una sonrisa de indignación y desprecio quisieron desplegar mis labios, pero sentí oprimirse mi corazón y una lágrima asomó a mis ojos” escribiste en mi cuaderno de firmas cuando tenía dieciséis años, ¿recuerdas?
Sólo esta idea me hace llorar. A veces me pongo así de dramática. Ya tú sabes, José Alfredo.

Queda poco del Vicente con el que viví en Dr. Fleming. Ese que me llamaba “Enanito puñetas” y corría detrás de mí por toda la casa hasta morderme la nariz. El que me compró mi flauta de madera, que me llamaba cada vez que venía un amigo para enseñarle cómo caminaba por las paredes del pasillo y trepaba con pies y manos hasta tocar con la cabeza el techo. Luego me hacía colgar de sus índice y meñique para levantar todo mi peso y hacer su pequeña exhibición de fuerza. Quiero pensar que llegaste a enorgullecerte de mí cuando acabé la carrera y aprobé las oposiciones. Ahora mismo me gustaría releer lo que escribiste aquella Nochebuena que pasamos en casa de mamá y se me ocurrió que podríamos decirnos todo eso que se suele dejar para los funerales cuando ya es demasiado tarde. ¿Hace cuánto de aquello? No sé en qué momento te empezaste a desdibujar pero desde entonces te echo de menos.

A veces completo tu imagen original con mi propia mirada. Si guiño un poco el ojo arrugando la nariz te pareces todavía al hermano que adoraba.  


No me resigno. Hasta que tu decidas

Ya de mi alma ésta es la despedida.



Sí, la carta sería muy parecida a ésta pero no se la voy a escribir. No se la quiero escribir porque aún espero que sea él quien se acerque y tenga algún gesto vikingo. Un inequívoco brillo en los ojos, –yo lo sabré interpretar– que pudiera significar algo parecido a: "Lo siento".

Tanto le quiero.





YouTube "Honey" Bobby Goldsboro


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