* Akrasia: Debilidad de la voluntad.
Enkrateia: Dominio. Poder sobre algo o sobre alguien.Lanzo sobre el asiento del copiloto la bolsa térmica del desayuno, el ordenador y la mochila y desplomo mi peso al volante. He acabado mi jornada de trabajo y estoy deseando llegar a casa. Me pongo cómoda. Conecto el teléfono móvil a los altavoces del coche y selecciono una charla en YouTube que tenía ganas de escuchar. Compruebo que llevo colgada mi tarjeta de identificación al cuello, sólo con esta tarjeta se puede salir del recinto. Hace frío, enciendo la calefacción del asiento. Me unto con un perfume en crema de resina, cacao y vainilla el interior de la muñeca y hundo mi nariz en ella. Llevo la palanca de cambios tres posiciones más atrás, levanto suavemente el pie del freno, el coche avanza. Despido con una sonrisa a los compañeros que voy cruzándome al pasar. Abro la ventanilla y acerco mi tarjeta al sensor. Se levanta la barrera. Adquiero cierto grado de libertad. Voy notando poco a poco cómo voy entrando en calor y mi espalda se relaja. Me abro paso en la rotonda, empiezo a ganar velocidad. Pronto me incorporo al carril izquierdo, el tráfico discurre con fluidez. Respiro hondo el aroma que desprende el perfume que me he puesto. La charla resulta interesante. Despierta en mí la sensación de cuando me deslizaba, de pequeña, en una conversación de adultos y ponía toda mi atención para comprender algo nuevo. Acaricio con el pulgar los demás dedos de mi mano comenzando por el meñique. Al llegar al dedo índice siento una piel que sobresale junto a la cutícula, me lo llevo a la boca y comienzo a mordisquearlo distraídamente. De pronto me ponga tensa. Últimamente procuro estar atenta al mínimo cambio de humor y a veces resulta así de fácil. No hace falta que sujete una mano con la otra para detectar el conflicto interno y, –aunque no escuche las voces–, me imagino esta discusión:
–No lo hagas
La segunda voz permanece en silencio y continúa con la mano en la boca (hace como que no lo ha oído)
–¡Para!
La voz silenciosa comienza a tirar de esa piel con cuidado mientras mantiene un gesto firme, casi desafiante.
–Por favor, acuérdate de tantas veces que te acabas arrepintiendo –apela la primera voz al sentido común de la experiencia–. Vas a terminar sangrando, hasta hay riesgo de infección.
La segunda voz podría adoptar una actitud insolente ya que está muy enterada de la longitud de su vector. He imaginado a mis dos voces como vectores de fuerza opuestos. A una la llamo Sensatez y a otra Impulsividad. A menudo es la impulsividad la del vector más largo y, por tanto, la orden que acciona el músculo. Ella es la autoridad, la que está al mando. Hay que ser muy ingenioso para poderla convencer. Y sin embargo, consciente de su poder, no es descarada, no se burla. Se excusa, intenta hacerse entender. Dice que está haciendo algo al respecto, que es el brazo ejecutor y que ya se está encargando, que ahora mismo hay tensiones que nos urge liberar.
–¿Pero a qué tensiones te refieres? ¿De qué nos podemos quejar?
–Hay que compensar este desequilibrio de la forma que sea, ¡ya!
–De acuerdo, tengo el vector más corto y eso me inmoviliza, no puedo actuar pero protesto. Las dos queremos lo mismo pero tú no siempre lo haces bien y, aunque conozco tu impaciencia, ahora te corresponde a ti enterarte de que a veces, contra tu instinto, tienes que quedarte quieta, que el simple transcurso del tiempo lo sabe hacer mejor que tú. Has de considerar que tu criterio ahora mismo está muy equivocado. Quiere intervenir para precipitar un nuevo estado de las cosas, como si “hacer” acelerara el proceso. Pero actuar precipitadamente sólo consigue empeorarlo. Aquí está indicada la inacción. Acaso limar o recortar con tijeras, tendrás que esperar a llegar a casa, no existe mejor opción.
La sensatez había adoptado una voz firme pero se notaba su preocupación. Sonaba razonable y sincera aunque no iba a servir para nada. No serviría porque no veía más allá. No entendía que mordisquear el padrastro era sólo un síntoma. Que tratar el síntoma sólo enmascara el verdadero problema. Nadie supo identificar cuál era el problema, quizá ni siquiera había uno pero era innegable una causa (aunque fuera imaginaria) que provocaba un malestar. Muy dentro de mí misma, sin saber muy bien por qué, mi verdadero yo había elegido a la impulsividad para llamar la atención, un SOS infantil. Sin duda necesitaba ayuda, pero la sensatez no me la podía proporcionar. Sólo sabe interrumpir el comportamiento delator.
–¿Confías en mí?
–Tenemos los mismos intereses, pero tú no me comprendes.
Como si no hubiera escuchado esta última declaración, contesta –Yo te ayudo. Acuérdate de que cuando te distraes, cuando te tomas unas vacaciones de tu continuo “proceder” o, cuando no estás en permanente estado de alerta y se te olvida, por ejemplo, levantar la costra, la piel que aún regenera, tirar del padrón (como lo llama tu hijo Guille) a mordiscos, presionar con fuerza los molares… las heridas van curando solas hasta desaparecer.
La impulsividad, desesperada, se mostró dócil y obediente. Necesitaba recibir instrucciones de alguien que se preocupara por ella con amor incondicional, el único tipo de amor que estaba dispuesta a aceptar. Y aunque, en el fondo, sabía que lo que le estaba haciendo falta era otro tipo de consejo se quedó con éste, al menos bienintencionado y honesto. El único a disposición.
–Bueno, suenas razonable, otras veces ha sido así. –dijo con voz más pausada–, pero necesitaríamos un truco de carácter conductual. Por aquí hay mucha inercia.
Nada más formular esta declaración y sin solución de continuidad se arrancó de un tirón limpio y definitivo aquel padrastro impertinente y se chupó la sangre con satisfacción al comprobar que la piel que hasta hace un momento sobresalía, por fin había desaparecido.
Estaba lanzando otra llamada de atención que nadie, aún menos la sensatez, había sabido interpretar.
La sensatez, una vez más, quedó derrotada. Se volvió a plegar sobre sí misma, con esa resignación tan familiar.
Una amnesia a corto plazo la fue desenrollando poco a poco tras apenas tres minutos. Su respiración exhaló un largo eco de cuatro sílabas y volvió a recuperar humor y ánimo. Ve de pronto a la impulsividad y dice ¡Hola!
Se estaba chupando el dedo de la mano izquierda para cortar la hemorragia. Le devuelve el saludo con la otra. Todavía desorientadas, las dos sonríen.
Akrasia vs. enkrateia* Hay literatura al respecto y muchas opiniones encontradas.
Empiezo a pensar que podría ser cierto que seamos un algoritmo. Me pregunto cuál es mi margen de actuación. Yo, que aspiro a ser yo sin mi circunstancia, que no quiero depender de nada, ni de un pasado, ni de un prejuicio, ni quedar atrapada por mi carácter.
Responsabilizarme de mis actos… ¿En nombre de quién debería firmar?
“Resistiré” Dúo Dinámico
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